Cuando desperté, los enemigos no seguían allí, avanzaban y crecían. La acción planeada dos meses atrás y cancelada por razones de logística se había tornado inaplazable, para enmendar la protrusión y expulsar al par de entes malignos que bajo la forma de mantos acuíferos ganaban palmos de terreno a cada instante, debía batirme en una batalla asistida que mucho tendría de exorcismo y deportación inmisericorde.

Llegué, con hambre de indigente y puntualidad de vetusto relojero, a la nueva cita programada para el mediodía de un jueves que resultó umbrío y lloviznante, y yo, viandante de ignotos laberintos, fui a parar a la hoja blanca en la habría de escribirse la epopeya.

Los preparativos fueron arduos y meticulosos, y se realizaron bajo fuertes medidas de seguridad, antes de iniciar cada etapa debía dar una contraseña que consistía en responder satisfactoriamente tres preguntas de cuyas respuestas dependía, en un alto porcentaje, el éxito de la misión.

La recepción fue en un cubículo preparatorio en el que una mujer se encargó, en primer lugar, de desbrozar la zona de combate para después insertarme un dispositivo que, mediante un líquido de propiedades mágicas, habría de facilitarme (nada la aseguraba) la sobrevivencia.

A continuación, a bordo de un mínimo vehículo conducido por un estrambótico filántropo, fui conducido a una alharaquienta cámara en la que muchos uniformados se desplazaban en todas direcciones como bichos escherianos, daban instrucciones, interrogaban a quien llegaba e interactuaban entre sí en un ambiente casi festivo que contrastaba con la circunspección y la dosis de nerviosismo de las decenas de humanos que, como yo, esperaban un momento que habría de determinar su porvenir.

Uno a uno o en pares, fueron presentándose ante mí todos los integrantes del equipo que acompañaría mi aventura. Me saludaban con cortesía y, tras las tres preguntas de rigor (siempre las mismas y en el mismo orden), me detallaban su papel en la función cual personajes de comedia.

En el centro de la crujía, un número considerable de artefactos electrónicos emitía sonoridades que, aunque en distintas tesituras, se expandían por el aire con nitidez metálica y precisión metronómica: tin, plin, ding, swing. Aparecían una tras otra y se integraban al concierto como en un canon. Tin, tin, plin, tin, tin, plin, plin, tin, tin, plin, plin, ding…

El tedio y la zozobra se confabularon para gestar una urgencia renal que me impelió a solicitar un receptáculo en donde desahogarla. El chorro metálico cumplió, en tres intervenciones, la función de concertino.

Concierto para chorro cetrino y aguacero electrónico podría haberse llamado la obra cuyo autor tendría que ser John Cage o algún émulo notable. En el fondo seguía el barullo.

Perdí la noción del tiempo, ignoraba si había vivido minutos, horas o días sitiado en ese trance contemplativo y vegetal pero no hay plazo que no se cumpla, llegaron los dos generales que estarían a cargo de la misión y, satisfechos con mis tres respuestas, ordenaron a cuatro mujeres que emprendieran el traslado al campo de batalla.

El lugar era una especie de nave espacial, un espacio cúbico, gélido y aséptico provisto, también, de extraños instrumentos. Me desnudaron completamente, me ladearon e inocularon en mi columna vertebral una pócima que me trasladó a un intersticio, una oquedad en el cosmos en la que no existían ni el tiempo ni el espacio ni siquiera mi propio cuerpo al que miraba como si se tratara de un ente ajeno y exterior. Ya no estaba ansioso ni entelerido, vivía una suerte de desdoblamiento o de viaje astral como el que experimentan, clandestinamente, los miles de mexicanos que no han apelado al amparo legal para usufrutuar la marihuana sin violentar la conciencia de los proveedores del orden y la paz.

Mi cuerpo estaba cruzado por una pantalla que dividía la parte de la que aún tenía conciencia, de otra que prácticamente me había sido amputada. Los oía hablar pero no entendía sus palabras, los veía trabajar con el rostro cubierto, pero no tenía registro de sus diligencias. El tiempo había sido abolido, ahora sí, absolutamente.

En algún momento determinado por no sé qué jugarreta del azar, uno de los líderes me notificó el éxito de la misión y ordenó el traslado al nuevo camarote, otra nave bullanguera en la que se había instalado un tianguis de impúdicas desdichas: a mi derecha, un hombre sexagenario y parlanchín, hablaba de la amputación de su pierna como quien narra un hecho cotidiano; la vecina de la izquierda, aquejada por la intervención cesárea, alimentaba al ser humano que degustaba con avidez el primer alimento de su vida; en el puesto de enfrente, un joven presumía los clavos de aluminio con que reunieron los tres pedazos en que dividió un automóvil su húmero siniestro; el muchacho del ojo parchado estrenaba su condición de cíclope posando la pupila solitaria en la frígida luz que brotaba del paralepípedo concreto que, en ese claustro, cumplía la función de cielo; la inquilina más remota se quejaba con ahínco de un dolor no revelado. Yo callaba.

Dormitaba a ratos, en las brevísimas treguas que hacían los pregoneros. En uno de ellos tuve un sueño: ascendía una intrincada, alta, escarpada y anchísima escalera al lado de una mujer cuyo rostro me era vedado como a Borges una litografía, pero sabía que era muy bella. Stairway to Heaven sonaba en el fondo en una versión pianissima, un cool jazz de compases largos y respiración pausada. Un sax soprano llevaba la melodía, me recordó a Garbarek pero también podría ser el Coltrane de las baladas. Hicimos una pausa en un rellano e ignoro cómo pero supe que ella, sin despegarse de mi lado, nos veía desde la cima. ¿No será que la virgen me habla?, me pregunté, pero la respuesta se diluyó en el limbo porque me despertó abruptamente el quejido lobezno de la mujer atribulada.

Después me trasladaron al último recinto, un espacio más sereno en el que dormí profundamente. En el sueño escuché un solo hipnótico de piano, pensé en Köln Concert pero no, no tenía la energía jarrettiana; ¿Bil Evans?, tampoco, esa dulzura es inconfundible e inimitable, podrían ser Mehldau o Pieranunzi, no lo supe pero esa melodía me indujo un aterrizaje suave y paulatino, y cuando desperté, la hernia inguinal y el hidrocele bilateral ya no estaban ahí, habían sido exterminados. El éxito de la operación fue rotundo e incuestionable.

Tras un mes de arraigo domiciliario, vuelvo a esta columna para seguir testimoniando los devaneos del jazz, la cultura y otras telarañas.

PD:
Las preguntas eran:
1 ¿Diabético o hipertenso?
2 ¿Alérgico a algún medicamento?
3 ¿Está tomando actualmente algún medicamento?
La respuesta negativa a cada una, aseguraba el acceso a la siguiente instancia.

 

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