Caminar por una ciudad donde hay orden, estética, poca miseria, balance entre cemento y vegetación, parques, lugares para que la gente se ejercite, conviva, pasee; con oferta laboral y cultural atractiva para profesionales y no profesionales, donde las personas se sienten bien y orgullosas de pertenecer a ese lugar que genera bienestar, suena como a un sueño. Sin embargo no lo es y en gran medida tienen que ver el tipo de sociedades que lo habitan, su idiosincrasia, hábitos sociales, políticos y culturales.

Cuando uno lee sobre este tipo de ciudades o vive en ellas, se percata uno, primero que nada que la gente no es apática socialmente hablando. Normalmente la gente que habita estos lugares tiene una noción de que el bienestar común es el propio y que esto se logra mediante el diálogo y también a través de la participación social. Esto quieren decir que los problemas sociales no son tabú y se hablan en público y que muchas personas se involucran en proyectos comunitarios a través de voluntariados o de ONG’s. Ciertamente se necesita un mínimo de conciencia y formación sociales para llegar a este punto y, al tratarse de ciudadanos empoderados con capacidades propositivas, vinculantes y que piden cuentas, tanto como dan cuenta de sus acciones. A estas sociedades no es tan fácil engañarlas ni abusar de ellas. El político que depende de estos ciudadanos sabe que su prestigio, carrera y sustento depende directamente del nivel de aceptación de los ciudadanos.

Por el contrario, cuando una sociedad pierde el interés por los asuntos públicos y sociales, así como de diálogo, cayendo en apatía ciudadana, es presa fácil del abuso –en todos sentidos- de sus gobernantes, empresarios, empleadores y cualquier persona enferma de poder y ambición desmedida. Quienes no pueden abusar en su lugar de origen, lo hacen en los lugares más vulnerables.

Pero, ¿qué es lo que quebranta la voluntad y cohesión de una sociedad? En principio la ignorancia y la manipulación mediática (ambas van de la mano) que le hagan sentir desprotegido, aislado, dependiente e incapaz de prosperar si no es con asistencia pública. Así es como se dieron las dictaduras, así como vivimos ahora en un fascismo social que poco a poco se vuelve el modus operandi de algunos grupos a nivel mundial.

Es muy importante, primero que nada explicar qué es esto del fascismo social. Se trata de como un régimen social y civilizacional, una forma de fascismo pluralista que trivializa la democracia en favor de los intereses del sistema económico y sus grupos más favorecidos. El creador de este concepto es el sociólogo portugués Boaventura De Sousa Santos.

De Sousa establece cuatro tipos de fascismo social:

  • El fascismo del apartheid social, caracterizado por dividir una ciudad ciudad en zonas “salvajes” y zonas civilizadas.
  • El fascismo contractual, como la expresión del abuso de posición dominante que ejerce el capital, con el florecimiento de los contratos mercantiles, que suponen el estadio final de la flexibilización.
  • El fascismo de la inseguridad, relacionado directamente con la precariedad laboral y los múltiples riesgos a la salud que conlleva; los cuales generan ansiedad e incertidumbre en la clase trabajadora.
  • El fascismo financiero, como parte de la lógica que controla los mercados, funcionando como una lógica de casino individualizado, cuyas estrategias permean hacia instituciones como el FMI o los bancos centrales.

Cuando se dan estas cuatro formas de fascismo social combinadas, se incrementan la desigualdad y la polarización social, causando daños que quedarán y afectarán por mucho, mucho tiempo a varias generaciones.

¿Por qué es importante saberlo y detenerlo? Primero que nada porque todos, absolutamente todos tenemos el mismo derecho de habitar esta tierra y el mismo derecho de bienestar en todos sentidos. La sustentabilidad de nuestra sociedad, de los ecosistemas e incluso probablemente de nuestra especie, depende de qué tan capaces seamos de revertir esta tendencia. No se trata de teorías conspiratorias; se trata de una realidad que nos está robando el sueño, el sustento y el futuro de nuestros hijos (e incluso el de nuestra vejez) y que comenzó a gestarse después de la Segunda Guerra Mundial. Solo hay que voltear a nuestro alrededor y echar un vistazo a la economía y política mundiales, cada vez menos sociales y más privatizadoras; con una currícula escolar más enfocada a crear técnicos y a coartar la reflexión, el análisis, el arte, el desarrollo científico no rentable y todo lo que no tenga que ver con los procesos productivos y de capital.

¿Qué podemos hacer para impedirlo? La solución es simple y es de lo que hablo al principio: reconección y acción social.

No se trata de hacer revoluciones violentas y armadas, ni de dedicarse a quejarse. La protesta es inútil y vacía si no va acompañada de acciones concretas. Recuperar espacios públicos y de diálogo, recuperar la capacidad de sentirnos útiles, creativos y autosuficientes; participar más apoyando o generando proyectos de carácter social (no, no necesitas ser rico ni estar en una ONG para eso). Se necesita juntarse con los vecinos para dialogar y preguntarse qué se puede hacer para mejorar el lugar y las condiciones de donde se vive. Se trata de generar y apoyar redes de apoyo, de comercio justo y de aprender qué es lo que realmente necesitamos de quienes administran el poder y el dinero público. Una sociedad autosuficiente también se vuelve autogestiva y menos manipulable, con una mayor rendición de cuentas y dimensionando las verdaderas prioridades.

No, no hablo de ir a “catequizar” a nadie ni de decirle a la gente cómo debe vivir, qué hacer o qué no hacer. No. Hablo de personas comunes con ideas para mejorar la convivencia, la calle, la colonia, el lugar que habitamos y el bienestar general. Hablo de saber reconocer iniciativas viables sin necesidad de juzgar a nadie por sus hábitos ni esperar que todo el mundo le entre. Hablo de tomar una cartulina y pegar un letrero en el parque diciendo: “Este sábado vendré a cortar el pasto y a plantar árboles. ¿Quién se apunta?”, o de juntarse con vecinos para hacer una huerta comunitaria en los patios o jardines públicos. Hablo de preguntarnos cómo podemos ayudarnos antes de emitir juicios. Hablo de preguntarnos qué sabemos hacer y ofrecerlo a quienes más lo necesitan, sin pedir nada a cambio (la gente agradecida siempre paga como puede, aunque no sea en dinero). Hablo de ofrecer trabajo al que anda tomando o drogándose o cartereando a transeúntes. Hablo de apostar a vernos de nuevo como seres humanos semejantes y dejar de lado el recelo.

Transformemos nuestra apatía social y miedo, alimento principal de este fascismo que estamos viviendo, en acciones comunes y corrientes que nos devuelvan la dignidad, la alegría de convivir y el poder que como sociedad sí tenemos. Transformemos nosotros mismos nuestros espacios y modos de convivencia. Es posible.